Tras pasar la pequeña trampilla que nos liberaba de ese enorme zulo de pesadilla, nos encontramos ante una inmensa explanada dónde la hierba queda oculta bajo toneladas de desechos y desperdicios: debemos de encontrarnos en un contenedor ilegal a las afueras de la ciudad, pero aun así, respirar profundamente ese oxígeno contaminado me revitaliza de una manera majestuosa. El sol brilla con fuerza, cálido, bañando nuestros cuerpos mutilados, y reconozco que es una de las sensaciones más maravillosas que he sentido en mi vida. El placer de las pequeñas cosas. Nos hemos enfrentado a la desesperación, al fin, al miedo, a nuestros propios demonios. Hemos ganado este juego macabro de la muerte.
Juan y Marina caminan a mi lado, todos en silencio. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos o, quizá, simplemente con la mente en blanco aceptando la nueva vida que nos han otorgado vivir, apreciando cada pequeño gran detalle de nuestro mundo. Juan y yo cruzamos una leve mirada que nos arranca una sonrisa de complicidad: Estamos sucios, agotados y ensangrentados, pero estamos vivos, lo hemos conseguido. Marina, sin en cambio, camina un poco adelantada a nosotros con la mirada perdida y cabizbaja. Desde que hemos salido de aquel infierno terrenal, no ha levantado la mirada del suelo. Pienso que debe de estar en shock.
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